Hoy celebración del San José, dia del Padre, es bueno recordar la Enciclica
"REDEMPTORIS CUSTOS" (El Custodio del Redentor), Exhotación Apostólica del Beato Juan Pablo II sobre la figura y misión de San José en la Vida de Cristo y de la Iglesia.
Es extensa pero de contenido muy bueno para meditar en este día tan especial, no solo de fiesta y celebración, sino recordando a San José, Esposo de María y padre de Jesús en la Tierra.
A los Obispos
A los Sacerdotes y Diáconos
A los Religiosos y Religiosas
A todos los fieles
INTRODUCCIÓN
1. Llamado a ser el Custodio del Redentor, «José... hizo como el ángel del Señor
le había mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1, 24).
Desde los primeros siglos, los Padres de la
Iglesia, inspirándose en el Evangelio, han subrayado que san José, al igual que
cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de
Jesucristo[1], también custodia y
protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y
modelo.
En el centenario de la publicación de la Carta Encíclica
Quamquam pluries del
Papa León XIII[2], y siguiendo la
huella de la secular veneración a san José, deseo presentar a la consideración
de vosotros, queridos hermanos y hermanas, algunas reflexiones sobre aquél al
cual Dios «confió la custodia de sus tesoros más preciosos»[3], Con profunda alegría cumplo este deber pastoral, para que en
todos crezca la devoción al Patrono de la Iglesia universal y el amor al
Redentor, al que él sirvió ejemplarmente.
De este modo, todo el pueblo cristiano no sólo
recurrirá con mayor fervor a san José e invocará confiado su patrocinio, sino
que tendrá siempre presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir,
así como de «participar» en la economía de la salvación[4].
Considero, en efecto, que el volver a reflexionar
sobre la participación del Esposo de María en el misterio divino consentirá a la
Iglesia, en camino hacia el futuro junto con toda la humanidad, encontrar
continuamente su identidad en el ámbito del designio redentor, que tiene su
fundamento en el misterio de la Encarnación.
Precisamente José de Nazaret «participó» en este misterio como ninguna otra
persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. El participó en
este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del mismo hecho
salvífico, siendo depositario del mismo amor, por cuyo poder el eterno Padre
«nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 5).
I.
EL MARCO EVANGÉLICO
El matrimonio con María
2. «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo
engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás
por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21).
En estas palabras se halla el núcleo central de la verdad bíblica sobre san
José, el momento de su existencia al que se refieren particularmente los Padres
de la Iglesia.
El Evangelista Mateo explica el significado de este momento, delineando también
como José lo ha vivido. Sin embargo, para comprender plenamente el contenido y
el contexto, es importante tener presente el texto paralelo del Evangelio de
Lucas. En efecto, en relación con el versículo que dice: «La generación de
Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y,
antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu
Santo» (Mt 1, 18), el origen de la gestación de María «por obra del Espíritu
Santo» encuentra una descripción más amplia y explícita en el versículo que se
lee en Lucas sobre la anunciación del nacimiento de Jesús: «Fue enviado por Dios
el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen
desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la
virgen era María» (Lc 1, 26-27). Las palabras del ángel: «Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28), provocaron una turbación interior en
María y, a la vez, le llevaron a la reflexión. Entonces el mensajero tranquiliza
a la Virgen y, al mismo tiempo, le revela el designio especial de Dios referente
a ella misma: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.
El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el
trono de David, su padre» (Lc 1, 30-32).
El evangelista había afirmado poco antes que, en el momento de la anunciación,
María estaba «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David». La
naturaleza de este «desposorio» es explicada indirectamente, cuando María,
después de haber escuchado lo que el mensajero había dicho sobre el nacimiento
del hijo, pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34).
Entonces le llega esta respuesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder
del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y
será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). María, si bien ya estaba «desposada» con
José, permanecerá virgen, porque el niño, concebido en su seno desde la
anunciación, había sido concebido por obra del Espíritu Santo.
En este punto el texto de Lucas coincide con el de Mateo 1, 18 y sirve para
explicar lo que en él se lee. Si María, después del desposorio con José, se
halló «encinta por obra del Espíritu Santo», este hecho corresponde a todo el
contenido de la anunciación y, de modo particular, a las últimas palabras
pronunciadas por María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Respondiendo
al claro designio de Dios, María con el paso de los días y de las semanas se
manifiesta ante la gente y ante José «encinta», como aquella que debe dar a luz
y lleva consigo el misterio de la maternidad.
3. A la vista de esto «su marido José, como era justo y no quería ponerla en
evidencia, resolvió repudiarla en secreto» (Mt 1, 19), pues no sabía cómo
comportarse ante la «sorprendente» maternidad de María. Ciertamente buscaba una
respuesta a la inquietante pregunta, pero, sobre todo, buscaba una salida a
aquella situación tan difícil para él. Por tanto, cuando «reflexionaba sobre
esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: "José,
hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido
en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por
nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados"» (Mt 1, 20-21).
Existe una profunda analogía entre la «anunciación» del texto de Mateo y la del
texto de Lucas. El mensajero divino introduce a José en el misterio de la
maternidad de María. La que según la ley es su «esposa», permaneciendo virgen,
se ha convertido en madre por obra del Espíritu Santo. Y cuando el Hijo, llevado
en el seno por María, venga al mundo, recibirá el nombre de Jesús. Era éste un
nombre conocido entre los israelitas y, a veces, se ponía a los hijos. En este
caso, sin embargo, se trata del Hijo que, según la promesa divina, cumplirá
plenamente el significado de este nombre: Jesús-Yehošua', que significa,
Dios
salva.
El mensajero se dirige a José como al «esposo de María», aquel que, a su debido
tiempo, tendrá que imponer ese nombre al Hijo que nacerá de la Virgen de Nazaret,
desposada con él. El mensajero se dirige, por tanto, a José confiándole la tarea
de un padre terreno respecto al Hijo de María.
«Despertado José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y
tomó consigo a su mujer» (Mt 1, 24). El la tomó en todo el misterio de su
maternidad; la tomó junto con el Hijo que llegaría al mundo por obra del
Espíritu Santo, demostrando de tal modo una disponibilidad de voluntad,
semejante a la de María, en orden a lo que Dios le pedía por medio de su
mensajero.
II.
EL DEPOSITARIO DEL MISTERIO DE DIOS
4. Cuando María, poco después de la anunciación, se dirigió a la casa de
Zacarías para visitar a su pariente Isabel, mientras la saludaba oyó las
palabras pronunciadas por Isabel «llena de Espíritu Santo» (Lc 1, 41). Además de
las palabras relacionadas con el saludo del ángel en la anunciación, Isabel
dijo: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas
de parte del Señor!» (Lc 1, 45). Estas palabras han sido el pensamiento-guía de
la encíclica Redemptoris Mater, con la cual he pretendido profundizar en las
enseñanzas del Concilio Vaticano II que afirma: «La Bienaventurada Virgen avanzó
en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la
cruz» [5] y «precedió»[6] a todos los que, mediante la fe, siguen a Cristo.
Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la fe
de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha creído», en
cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió
afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento
decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como
María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su
esposa. Lo que él hizo es genuina "obediencia de la fe" (cf. Rom 1, 5; 16, 26;
2 Cor 10, 5-6).
Se puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de
María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que ella ya había aceptado
en la anunciación. El Concilio dice al respecto: «Cuando Dios revela hay que
prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y
totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de
la voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él»[7].
La
frase anteriormente citada, que concierne a la esencia misma de la fe, se
refiere plenamente a José de Nazaret.
5. El, por tanto, se convirtió en el depositario singular del misterio
«escondido desde siglos en Dios» (cf. Ef 3, 9), lo mismo que se convirtió María
en aquel momento decisivo que el Apóstol llama «la plenitud de los tiempos»,
cuando «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» para «rescatar a los que se
hallaban bajo la ley», «para que recibieran la filiación adoptiva» (cf. Gál 4,
4-5). «Dispuso Dios —afirma el Concilio— en su sabiduría revelarse a sí mismo y
dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los
hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el
Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18;
2 Pe
1, 4)»[8].
De este misterio divino José es, junto con María, el primer depositario. Con
María —y también en relación con María—
él participa en esta fase culminante de
la autorrevelación de Dios en Cristo, y participa desde el primer instante.
Teniendo a la vista el texto de ambos evangelistas Mateo y Lucas, se puede decir
también que José es el primero en participar de la fe de la Madre de Dios,
y que, haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina anunciación.
El es asimismo el que ha sido puesto en primer lugar por Dios en la vía de la
«peregrinación de la fe», a través de la cual, María, sobre todo en el Calvario
y en Pentecostés, precedió de forma eminente y singular[9].
6. La vía propia de José, su peregrinación de la fe, se concluirá antes, es
decir, antes de que María se detenga ante la Cruz en el Gólgota y antes de que
Ella, una vez vuelto Cristo al Padre, se encuentre en el Cenáculo de Pentecostés
el día de la manifestación de la Iglesia al mundo, nacida mediante el poder del
Espíritu de verdad. Sin embargo, la vía de la fe de José sigue la misma
dirección, queda totalmente determinada por el mismo misterio del que él
junto con María se había convertido en el primer depositario. La encarnación y
la redención constituyen una unidad orgánica e indisoluble, donde el «plan de la
revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí»[10].
Precisamente por esta unidad el Papa Juan XXIII, que tenía una gran devoción a
san José, estableció que en el Canon romano de la Misa, memorial perpetuo de la
redención, se incluyera su nombre junto al de María, y antes del de los
Apóstoles, de los Sumos Pontífices y de los Mártires[11].
El servicio de la paternidad
7. Como se deduce de los textos evangélicos, el matrimonio con María es el
fundamento jurídico de la paternidad de José. Es para asegurar la protección
paterna a Jesús por lo que Dios elige a José como esposo de María. Se sigue de
esto que la paternidad de José —una relación que lo sitúa lo más cerca posible
de Jesús, término de toda elección y predestinación (cf. Rom 8, 28 s.)— pasa a
través del matrimonio con María, es decir, a través de la familia.
Los evangelistas, aun afirmando claramente que Jesús ha sido concebido por obra
del Espíritu Santo y que en aquel matrimonio se ha conservado la virginidad (cf.
Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38), llaman a José esposo de María y a María esposa de
José (cf. Mt 1, 16. 18-20. 24; Lc 1, 27; 2, 5).
Y también para la Iglesia, si es importante profesar la concepción virginal de
Jesús, no lo es menos defender el matrimonio de María con José, porque
jurídicamente depende de este matrimonio la paternidad de José. De aquí se
comprende por qué las generaciones han sido enumeradas según la genealogía de
José. «¿Por qué —se pregunta san Agustín— no debían serlo a través de José? ¿No
era tal vez José el marido de María? (...) La Escritura afirma, por medio de la
autoridad angélica, que él era el marido. No temas, dice, recibir en tu casa a
María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Se le
ordena poner el nombre del niño, aunque no fuera fruto suyo. Ella, añade,
dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. La Escritura sabe que Jesús no ha
nacido de la semilla de José, porque a él, preocupado por el origen de la
gravidez de ella, se le ha dicho: es obra del Espíritu Santo. Y, no obstante, no
se le quita la autoridad paterna, visto que se le ordena poner el nombre al
niño. Finalmente, aun la misma Virgen María, plenamente consciente de no haber
concebido a Cristo por medio de la unión conyugal con él, le llama sin embargo
padre de Cristo»[12].
El hijo de María es también hijo de José en virtud del vínculo matrimonial que
les une: «A raíz de aquel matrimonio fiel ambos merecieron ser llamados padres
de Cristo; no sólo aquella madre, sino también aquel padre, del mismo modo que
era esposo de su madre, ambos por medio de la mente, no de la carne»[13]. En este
matrimonio no faltaron los requisitos necesarios para su constitución: «En los
padres de Cristo se han cumplido todos los bienes del matrimonio: la prole, la
fidelidad y el sacramento. Conocemos la prole, que es el mismo Señor Jesús; la
fidelidad, porque no existe adulterio; el sacramento, porque no
hay divorcio»[14].
Analizando la naturaleza del matrimonio, tanto
san Agustín como santo Tomás la ponen siempre en la «indivisible unión
espiritual», en la «unión de los corazones», en el «consentimiento»[15], elementos que en aquel matrimonio se han
manifestado de modo ejemplar. En el momento culminante de la historia de la
salvación, cuando Dios revela su amor a la humanidad mediante el don del Verbo,
es precisamente el matrimonio de María y José el que realiza en plena
«libertad» el «don esponsal de sí» al acoger y expresar tal amor[16]. «En esta grande obra
de renovación de todas las cosas en Cristo, el matrimonio, purificado y
renovado, se convierte en una realidad nueva, en un sacramento de la nueva
Alianza. Y he aquí que en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo
del Antiguo, hay una pareja. Pero, mientras la de Adán y Eva había sido fuente
del mal que ha inundado al mundo, la de José y María constituye el vértice, por
medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra. El Salvador ha
iniciado la obra de la salvación con esta unión virginal y santa, en la que se
manifiesta su omnipotente voluntad de purificar y santificar la familia,
santuario de amor y cuna de la vida»[17].
¡Cuántas enseñanzas se derivan de todo esto para la familia! Porque «la esencia
y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor» y «la
familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como
reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor
de Cristo Señor por la Iglesia su esposa»[18];
es en la sagrada Familia, en esta originaria «iglesia doméstica»[19],
donde todas las familias cristianas deben mirarse. En efecto, «por un misterioso
designio de Dios, en ella vivió escondido largos años el Hijo de Dios: es pues
el prototipo y ejemplo de todas las familias cristianas»[20].
8. San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a
la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo
él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y
es verdaderamente «ministro de la salvación»[21].
Su paternidad se ha expresado concretamente «al haber hecho de su vida un
servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora
que está unida a él; al haber hecho uso de la autoridad legal, que le
correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida
y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la
oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto
al servicio del Mesías, que crece en su casa»[22].
La liturgia, al recordar que han sido confiados
«a la fiel custodia de san José los primeros misterios de la salvación de los
hombres»[23], precisa también que
«Dios le ha puesto al cuidado de su familia, como siervo fiel y prudente, para
que custodiara como padre a su Hijo unigénito»[24]. León XIII
subraya la sublimidad de esta misión: «El se impone entre todos por su augusta
dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la creencia de los
hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se
sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que
los hijos deben a su propio padre»[25].
Al no ser concebible que a una misión tan
sublime no correspondan las cualidades exigidas para llevarla a cabo de forma
adecuada, es necesario reconocer que José tuvo hacia Jesús «por don especial del
cielo, todo aquel amor natural, toda aquella afectuosa solicitud que el corazón
de un padre pueda conocer»[26].
Con la potestad paterna sobre Jesús, Dios ha otorgado también a José el amor
correspondiente, aquel amor que tiene su fuente en el Padre, «de quien toma
nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15).
En los Evangelios se expone claramente la tarea paterna de José respecto a
Jesús. De hecho, la salvación, que pasa a través de la humanidad de Jesús, se
realiza en los gestos que forman parte diariamente de la vida familiar,
respetando aquella «condescendencia» inherente a la economía de la encarnación.
Los Evangelistas están muy atentos en mostrar cómo en la vida de Jesús nada se
deja a la casualidad y todo se desarrolla según un plan divinamente
preestablecido. La fórmula repetida a menudo: «Así sucedió, para que se
cumplieran...» y la referencia del acontecimiento descrito a un texto del
Antiguo Testamento, tienden a subrayar la unidad y la continuidad del proyecto,
que alcanza en Cristo su cumplimiento.
Con la encarnación las «promesas» y las
«figuras» del Antiguo Testamento se hacen «realidad»: lugares, personas, hechos
y ritos se entremezclan según precisas órdenes divinas, transmitidas mediante el
ministerio angélico y recibidos por criaturas particularmente sensibles a la voz
de Dios. María es la humilde sierva del Señor, preparada desde la eternidad para
la misión de ser Madre de Dios; José es aquel que Dios ha elegido para ser «el
coordinador del nacimiento del Señor»[27], aquél que tiene el encargo de proveer a la inserción
«ordenada» del Hijo de Dios en el mundo, en el respeto de las disposiciones
divinas y de las leyes humanas. Toda la vida, tanto «privada» como «escondida»
de Jesús ha sido confiada a su custodia.
El censo
9. Dirigiéndose a Belén para el censo, de acuerdo con las disposiciones emanadas
por la autoridad legítima, José, respecto al niño, cumplió la tarea importante y
significativa de inscribir oficialmente el nombre «Jesús, hijo de José de
Nazaret» (cf. Jn 1, 45) en el registro del Imperio. Esta inscripción manifiesta
de modo evidente la pertenencia de Jesús al género humano, hombre entre los
hombres, ciudadano de este mundo, sujeto a las leyes e instituciones civiles,
pero también «salvador del mundo». Orígenes describe acertadamente el
significado teológico inherente a este hecho histórico, ciertamente nada
marginal: «Dado que el primer censo de toda la tierra acaeció bajo César Augusto
y, como todos los demás, también José se hizo registrar junto con María su
esposa, que estaba encinta, Jesús nació antes de que el censo se hubiera llevado
a cabo; a quien considere esto con profunda atención, le parecerá ver una
especie de misterio en el hecho de que en la declaración de toda la tierra
debiera ser censado Cristo. De este modo, registrado con todos, podía santificar
a todos; inscrito en el censo con toda la tierra, a la tierra ofrecía la
comunión consigo; y después de esta declaración escribía a todos los hombres de
la tierra en el libro de los vivos, de modo que cuantos hubieran creído en él,
fueran luego registrados en el cielo con los Santos de Aquel a quien se debe la
gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén»[28].
El nacimiento en Belén
10. Como depositarios del misterio «escondido desde siglos en Dios» y que
empieza a realizarse ante sus ojos «en la plenitud de los tiempos», José es con
María, en la noche de Belén, testigo privilegiado de la venida del Hijo de Dios
al mundo. Así lo narra Lucas: «Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le
cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz su hijo primogénito, le
envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el
alojamiento» (Lc 2, 6-7).
José fue testigo ocular de este nacimiento, acaecido en condiciones humanamente
humillantes, primer anuncio de aquel «anonadamiento» (Flp 2, 5-8), al que Cristo
libremente consintió para redimir los pecados. Al mismo tiempo José fue testigo
de la adoración de los pastores, llegados al lugar del nacimiento de Jesús
después de que el ángel les había traído esta grande y gozosa nueva (cf. Lc 2,
15-16); más tarde fue también testigo de la adoración de los Magos, venidos de
Oriente (cf. Mt 2, 11).
La circuncisión
11. Siendo la circuncisión del hijo el primer deber religioso del padre, José
con este rito (cf. Lc 2, 21) ejercita su derecho-deber respecto a Jesús.
El principio según el cual todos los ritos del Antiguo Testamento son una sombra
de la realidad (cf. Heb 9, 9 s.; 10, 1), explica el por qué Jesús los acepta.
Como para los otros ritos, también el de la circuncisión halla en Jesús el
«cumplimiento». La Alianza de Dios con Abraham, de la cual la circuncisión era
signo (cf. Jn 17, 13), alcanza en Jesús su pleno efecto y su perfecta
realización, siendo Jesús el «sí» de todas las antiguas promesas (cf. 2 Cor 1,
20).
La imposición del nombre
12. En la circuncisión, José impone al niño el nombre de Jesús. Este nombre es
el único en el que se halla la salvación (cf. Act 4, 12); y a José le había sido
revelado el significado en el instante de su «anunciación»: «Y tú le pondrás por
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). Al
imponer el nombre, José declara su paternidad legal sobre Jesús y, al proclamar
el nombre, proclama también su misión salvadora.
La presentación de Jesús en el templo
13. Este rito, narrado por Lucas (2, 2 ss.), incluye el rescate del primogénito
e ilumina la posterior permanencia de Jesús a los doce años de edad en el
templo.
El rescate del primogénito es otro deber del padre, que es cumplido por José. En
el primogénito estaba representado el pueblo de la Alianza, rescatado de la
esclavitud para pertenecer a Dios. También en esto, Jesús, que es el verdadero
«precio» del rescate (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 Ped 1, 19), no sólo «cumple» el
rito del Antiguo Testamento, sino que, al mismo tiempo, lo supera, al no ser él
mismo un sujeto de rescate, sino el autor mismo del rescate.
El Evangelista pone de manifiesto que «su padre y su madre estaban admirados de
lo que se decía de él» (Lc 2, 33), y, de modo particular, de lo dicho por
Simeón, en su canto dirigido a Dios, al indicar a Jesús como la «salvación
preparada por Dios a la vista de todos los pueblos» y «luz para iluminar a los
gentiles y gloria de su pueblo Israel» y, más adelante, también «señal de
contradicción» (cf. Lc 2, 30-34).
La huida a Egipto
14. Después de la presentación en el templo el evangelista Lucas hace notar:
«Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea,
a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría;
y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2, 39-40).
Pero, según el texto de Mateo, antes de este regreso a Galilea, hay que situar
un acontecimiento muy importante, para el que la Providencia divina recurre
nuevamente a José. Leemos: «Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel
del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma contigo al
niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque
Herodes va a buscar el niño para matarle"» (Mt 2, 13). Con ocasión de la venida
de los Magos de Oriente, Herodes supo del nacimiento del «rey de los judíos» (Mt
2, 2). Y cuando partieron los Magos él «envió a matar a todos los niños de Belén
y de toda la comarca, de dos años para abajo» (Mt 2, 16). De este modo, matando
a todos, quería matar a aquel recién nacido «rey de los judíos», de quien había
tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte. Entonces José,
habiendo sido advertido en sueños, «tomó al niño y a su madre y se retiró a
Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el
oráculo del Señor por medio del profeta: "De Egipto llamé a mi hijo"» (Mt 2,
14-15; cf. Os 11, 1).
De este modo, el camino de regreso de Jesús desde Belén a Nazaret pasó a través
de Egipto. Así como Israel había tomado la vía del éxodo «en condición de
esclavitud» para iniciar la Antigua Alianza, José, depositario y cooperador del
misterio providencial de Dios, custodia también en el exilio a aquel que realiza
la Nueva Alianza.
Jesús en el templo
15. Desde el momento de la anunciación, José, junto con María, se encontró en
cierto sentido en la intimidad del misterio escondido desde siglos en Dios, y
que se encarnó: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn
1, 14). El habitó entre los hombres, y el ámbito de su morada fue la Sagrada
Familia de Nazaret, una de tantas familias de esta aldea de Galilea, una de
tantas familias de Israel. Allí Jesús «crecía y se fortalecía, llenándose de
sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él» (Lc 2, 40). Los Evangelios
compendian en pocas palabras el largo período de la vida «oculta», durante el
cual Jesús se preparaba a su misión mesiánica. Un solo episodio se sustrae a
este «ocultamiento», que es descrito en el Evangelio de Lucas: la Pascua de
Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años.
Jesús participó en esta fiesta como joven peregrino junto con María y José. Y he
aquí que «pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus
padres» (Lc 2, 43). Pasado un día se dieron cuenta e iniciaron la búsqueda entre
los parientes y conocidos: «Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo
sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles. Todos los que
le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2,
46-47). María le pregunta: «Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y
yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2, 48). La respuesta de Jesús fue
tal que «ellos no comprendieron». El les había dicho: ¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía ocuparme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49-50).
Esta respuesta la oyó José, a quien María se había referido poco antes
llamándole «tu padre». Y así es lo que se decía y pensaba: «Jesús... era, según
se creía, hijo de José» (Lc 3, 23). No obstante, la respuesta de Jesús en el
templo habría reafirmado en la conciencia del «presunto padre» lo que éste había
oído una noche doce años antes: «José ... no temas tomar contigo a María, tu
mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Ya desde
entonces, él sabía que era depositario del misterio de Dios, y Jesús en el
templo evocó exactamente este misterio: «Debo ocuparme en las cosas de mi
Padre».
El mantenimiento y la educación de Jesús en Nazaret
16. El crecimiento de Jesús «en sabiduría, edad y gracia» (Lc 2, 52) se
desarrolla en el ámbito de la Sagrada Familia, a la vista de José, que tenía la
alta misión de «criarle», esto es, alimentar, vestir e instruir a Jesús en la
Ley y en un oficio, como corresponde a los deberes propios del padre.
En el sacrificio eucarístico la Iglesia venera ante todo la memoria de la
gloriosa siempre Virgen María, pero también la del bienaventurado José [29]
porque «alimentó a aquel que los fieles comerían como pan de vida eterna»[30].
Por su parte, Jesús «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51), correspondiendo con el
respeto a las atenciones de sus «padres». De esta manera quiso santificar los
deberes de la familia y del trabajo que desempeñaba al lado de José.
III.
EL VARÓN JUSTO - EL ESPOSO
17. Durante su vida, que fue una peregrinación en la fe, José, al igual que
María, permaneció fiel a la llamada de Dios hasta el final. La vida de ella fue
el cumplimiento hasta sus últimas consecuencias de aquel primer «fiat»
pronunciado en el momento de la anunciación mientras que José —como ya se ha
dicho— en el momento de su «anunciación» no pronunció palabra alguna.
Simplemente él «hizo como el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1, 24).
Y
este primer «hizo» es el comienzo del «camino de José». A lo largo de este
camino, los Evangelios no citan ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio
de José posee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer
plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el
«justo» (Mt 1, 19).
Hace falta saber leer esta verdad, porque ella contiene uno de los testimonios
más importantes acerca del hombre y de su vocación. En el transcurso de las
generaciones la Iglesia lee, de modo siempre atento y consciente, dicho
testimonio, casi como si sacase del tesoro de esta figura insigne «lo nuevo y lo
viejo» (Mt 13, 52).
18. El varón «justo» de Nazaret posee ante todo las características propias del
esposo. El Evangelista habla de María como de «una virgen desposada con un
hombre llamado José» (Lc 1, 27). Antes de que comience a cumplirse «el misterio
escondido desde siglos» (Ef 3, 9) los Evangelios ponen ante nuestros ojos
la
imagen del esposo y de la esposa. Según la costumbre del pueblo hebreo, el
matrimonio se realizaba en dos etapas: primero se celebraba el matrimonio legal
(verdadero matrimonio) y, sólo después de un cierto período, el esposo
introducía en su casa a la esposa. Antes de vivir con María, José era, por
tanto, su «esposo»; pero María conservaba en su intimidad el deseo de entregarse
a Dios de modo exclusivo. Se podría preguntar cómo se concilia este
deseo con el
«matrimonio». La respuesta viene sólo del desarrollo de los
acontecimientos salvíficos, esto es, de la especial intervención de
Dios. Desde el momento de la
anunciación, María sabe que debe llevar a cabo su deseo virginal de darse a Dios
de modo exclusivo y total precisamente por el hecho de llegar a ser la madre del
Hijo de Dios. La maternidad por obra del Espíritu Santo es la forma de donación
que el mismo Dios espera de la Virgen, «esposa prometida» de José. María
pronuncia su «fiat».
El hecho de ser ella la «esposa prometida» de José está contenido en el designio
mismo de Dios.
Así lo indican los dos Evangelistas citados, pero de modo particular Mateo. Son
muy significativas las palabras dichas a José: «No temas en tomar contigo a
María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20).
Estas palabras explican el misterio de la esposa de José: María es virgen en su
maternidad. En ella el «Hijo del Altísimo» asume un cuerpo humano y viene a ser
«el Hijo del hombre».
Dios, dirigiéndose a José con las palabras del ángel, se dirige a él
al ser el
esposo de la Virgen de Nazaret. Lo que se ha cumplido en ella por obra del
Espíritu Santo expresa al mismo tiempo una especial confirmación del vínculo esponsal, existente ya antes entre José y María. El mensajero dice claramente a
José: «No temas tomar contigo a María tu mujer». Por tanto, lo que había tenido
lugar antes —esto es, sus desposorios con María— había sucedido por voluntad de
Dios y, consiguientemente, había que conservarlo. En su maternidad divina María
ha de continuar viviendo como «una virgen, esposa de un esposo» (cf. Lc 1, 27).
19. En las palabras de la «anunciación» nocturna, José escucha no sólo la verdad
divina acerca de la inefable vocación de su esposa, sino que también vuelve a
escuchar la verdad sobre su propia vocación. Este hombre «justo»,
que en el
espíritu de las más nobles tradiciones del pueblo elegido amaba a la
virgen de Nazaret y se había unido a ella con amor esponsal, es llamado
nuevamente por
Dios a este amor.
«José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer»
(Mt 1, 24); lo que en ella había sido engendrado «es del Espíritu Santo». A la
vista de estas expresiones, ¿no habrá que concluir que también su amor como
hombre ha sido regenerado por el Espíritu Santo? ¿No habrá que pensar que el
amor de Dios, que ha sido derramado en el corazón humano por medio del Espíritu
Santo (cf. Rom 5, 5) configura de modo perfecto el amor humano? Este amor de
Dios forma también —y de modo muy singular— el amor esponsal de los cónyuges,
profundizando en él todo lo que tiene de humanamente digno y bello, lo que lleva
el signo del abandono exclusivo, de la alianza de las personas y de la comunión
auténtica a ejemplo del Misterio trinitario.
«José ... tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un
hijo» (Mt 1, 24-25). Estas palabras indican también otra proximidad esponsal. La
profundidad de esta proximidad, es decir, la intensidad espiritual de la unión y
del contacto entre personas —entre el hombre y la mujer— proviene en definitiva
del Espíritu Santo, que da la vida (cf. Jn 6, 63). José, obediente al Espíritu,
encontró justamente en El la fuente del amor, de su amor esponsal de hombre, y
este amor fue más grande que el que aquel «varón justo» podía esperarse según la
medida del propio corazón humano.
20. En la liturgia se celebra a María como
«unida a José, el hombre justo, por un estrechísimo y virginal vínculo de amor»[31].
Se trata, en efecto, de dos amores que representan conjuntamente el misterio de
la Iglesia, virgen y esposa, la cual encuentra en el matrimonio de María y José
su propio símbolo. «La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no
contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman.
El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y vivir el único
misterio de la Alianza de Dios con su pueblo»[32], que es comunión de amor entre Dios y los hombres.
Mediante el sacrificio total de sí mismo José expresa su generoso amor hacia la
Madre de Dios, haciéndole «don esponsal de sí». Aunque decidido a retirarse para
no obstaculizar el plan de Dios que se estaba realizando en ella, él, por
expresa orden del ángel, la retiene consigo y respeta su pertenencia exclusiva a
Dios.
Por otra parte, es precisamente del matrimonio con María del que derivan para
José su singular dignidad y sus derechos sobre Jesús. «Es cierto que la dignidad
de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; mas, porque
entre la beatísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de
que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a
todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es
el máximo consorcio y amistad —al que de por sí va unida la comunión de bienes—
se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no
sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad,
sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la
excelsa grandeza de ella»[33].
21. Este vínculo de caridad constituyó la vida de la Sagrada
Familia, primero en la pobreza de Belén, luego en el exilio en Egipto y,
sucesivamente, en Nazaret. La Iglesia rodea de profunda veneración a esta
Familia, proponiéndola como modelo para todas las familias. La Familia de
Nazaret, inserta directamente en el misterio de la encarnación, constituye un
misterio especial. Y —al igual que en la encarnación— a este misterio pertenece
también una verdadera paternidad: la forma humana de la familia del Hijo de
Dios, verdadera familia humana formada por el misterio divino. En esta familia
José es el padre: no es la suya una paternidad derivada de la generación; y, sin
embargo, no es «aparente» o solamente «sustitutiva», sino que posee plenamente
la autenticidad de la paternidad humana y de la misión paterna en la familia. En
ello está contenida una consecuencia de la unión hipostática: la humanidad
asumida en la unidad de la Persona divina del Verbo-Hijo, Jesucristo. Junto con
la asunción de la humanidad, en Cristo está también «asumido» todo lo que es
humano, en particular, la familia, como primera dimensión de su existencia en la
tierra. En este contexto está también «asumida» la paternidad humana de José.
En base a este principio adquieren su justo significado las
palabras de María a Jesús en el templo: «Tu padre y yo ... te buscábamos». Esta
no es una frase convencional; las palabras de la Madre de Jesús indican toda la
realidad de la encarnación, que pertenece al misterio de la Familia de Nazaret.
José, que desde el principio aceptó mediante la «obediencia de la fe» su
paternidad humana respecto a Jesús, siguiendo la luz del Espíritu Santo, que
mediante la fe se da al hombre, descubría ciertamente cada vez más el don
inefable de su paternidad.
IV.
EL TRABAJO EXPRESIÓN DEL AMOR
22. Expresión cotidiana de este amor en la vida de la Familia de Nazaret es el
trabajo. El texto evangélico precisa el tipo de trabajo con el que José trataba
de asegurar el mantenimiento de la Familia: el de carpintero. Esta simple
palabra abarca toda la vida de José. Para Jesús éstos son los años de la vida
escondida, de la que habla el evangelista tras el episodio ocurrido en el
templo: «Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51).
Esta «sumisión», es decir, la obediencia de Jesús en la casa de Nazaret, es
entendida también como participación en el trabajo de José. El que era llamado
el «hijo del carpintero» había aprendido el trabajo de su «padre» putativo. Si
la Familia de Nazaret en el orden de la salvación y de la santidad es ejemplo y
modelo para las familias humanas, lo es también análogamente el trabajo de Jesús
al lado de José, el carpintero. En nuestra época la Iglesia ha puesto también
esto de relieve con la fiesta litúrgica de San José Obrero, el 1 de mayo. El
trabajo humano y, en particular, el trabajo manual tienen en el Evangelio un
significado especial. Junto con la humanidad del Hijo de Dios, el trabajo ha
formado parte del misterio de la encarnación, y también ha sido redimido de modo
particular. Gracias a su banco de trabajo sobre el que ejercía su profesión con
Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la redención.
23. En el crecimiento humano de Jesús «en sabiduría, edad y gracia» representó
una parte notable la virtud de la laboriosidad, al ser «el trabajo un
bien del hombre» que «transforma la naturaleza» y que hace al hombre «en cierto
sentido más hombre»[34].
La importancia del trabajo en la vida del hombre requiere que se conozcan y
asimilen aquellos contenidos «que ayuden a todos los hombres a acercarse a
través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos
respecto al hombre y al mundo y a profundizar en sus vidas la amistad con
Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de
sacerdote, profeta y rey»[35].
24. Se trata, en definitiva, de la santificación
de la vida cotidiana, que cada uno debe alcanzar según el propio estado y que
puede ser fomentada según un modelo accesible a todos: «San José es el modelo de
los humildes, que el cristianismo eleva a grandes destinos; san José es la
prueba de que para ser buenos y auténticos seguidores de Cristo no se necesitan
"grandes cosas", sino que se requieren solamente las virtudes comunes, humanas,
sencillas, pero verdaderas y auténticas»[36].
V.
EL PRIMADO DE LA VIDA INTERIOR
25. También el trabajo de carpintero en la casa de Nazaret está envuelto por el
mismo clima de silencio que acompaña todo lo relacionado con la figura de José.
Pero es un silencio que descubre de modo especial el perfil interior de esta
figura. Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José «hizo»; sin embargo
permiten descubrir en sus «acciones» —ocultas por el silencio— un clima de
profunda contemplación. José estaba en contacto cotidiano con el misterio
«escondido desde siglos», que «puso su morada» bajo el techo de su casa. Esto
explica, por ejemplo, por qué Santa Teresa de Jesús, la gran reformadora del
Carmelo contemplativo, se hizo promotora de la renovación del culto a san José
en la cristiandad occidental.
26. El sacrificio total, que José hizo de toda
su existencia a las exigencias de la venida del Mesías a su propia casa,
encuentra una razón adecuada «en su insondable vida interior, de la que le
llegan mandatos y consuelos singularísimos, y de donde surge para él la lógica y
la fuerza —propia de las almas sencillas y limpias— para las grandes decisiones,
como la de poner enseguida a disposición de los designios divinos su libertad,
su legítima vocación humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su
condición propia, su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor virginal
incomparable, al natural amor conyugal que la constituye y alimenta»[37].
Esta sumisión a Dios, que es disponibilidad de ánimo para dedicarse a las cosas
que se refieren a su servicio, no es otra cosa que el ejercicio de la devoción,
la cual constituye una de las expresiones de la virtud de la religión[38].
27. La comunión de vida entre José y Jesús nos lleva todavía a
considerar el misterio de la encarnación precisamente bajo al aspecto de la
humanidad de Cristo, instrumento eficaz de la divinidad en orden a la
santificación de los hombres: «En virtud de la divinidad, las acciones humanas
de Cristo fueron salvíficas para nosotros, produciendo en nosotros la gracia
tanto por razón del mérito, como por una cierta eficacia»[39].
Entre estas acciones los Evangelistas resaltan las relativas al
misterio pascual, pero tampoco olvidan subrayar la importancia del contacto
físico con Jesús en orden a la curación (cf., p. e., Mc 1, 41) y el influjo
ejercido por él sobre Juan Bautista, cuando ambos estaban aún en el seno materno
(cf. Lc 1, 41-44).
El testimonio apostólico no ha olvidado —como hemos visto— la narración del
nacimiento de Jesús, la circuncisión, la presentación en el templo, la huida a
Egipto y la vida oculta en Nazaret, por el «misterio» de gracia contenido en
tales «gestos», todos ellos salvíficos, al ser partícipes de la misma fuente de
amor: la divinidad de Cristo. Si este amor se irradiaba a todos los hombres, a
través de la humanidad de Cristo, los beneficiados en primer lugar eran
ciertamente: María, su madre, y su padre putativo, José, a quienes la voluntad
divina había colocado en su estrecha intimidad[40].
Puesto que el amor «paterno» de José no podía dejar de influir en el amor
«filial» de Jesús y, viceversa, el amor «filial» de Jesús no podía dejar de
influir en el amor «paterno» de José, ¿cómo adentrarnos en la profundidad de
esta relación singularísima? Las almas más sensibles a los impulsos del amor
divino ven con razón en José un luminoso ejemplo de vida interior.
Además, la aparente tensión entre la vida activa y la contemplativa encuentra en
él una superación ideal, cosa posible en quien posee la perfección de la
caridad. Según la conocida distinción entre el amor de la verdad (caritas veritatis) y la exigencia del amor (necessitas caritatis)[41], podemos decir que
José ha experimentado tanto el amor a la verdad, esto es, el puro amor de
contemplación de la Verdad divina que irradiaba de la humanidad de Cristo, como
la exigencia del amor, esto es, el amor igualmente puro del servicio, requerido
por la tutela y por el desarrollo de aquella misma humanidad.
VI.
PATRONO DE LA IGLESIA DE NUESTRO TIEMPO
28. En tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX,
queriendo ponerla bajo la especial protección del santo patriarca José, lo
declaró «Patrono de la Iglesia Católica»[42].
El Pontífice sabía que no se trataba de un gesto peregrino, pues, a causa de la
excelsa dignidad concedida por Dios a este su siervo fiel, «la Iglesia, después
de la Virgen Santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas
al bienaventurado José, y a él recurrió sin cesar en las angustias»[43].
¿Cuáles son los motivos para tal confianza? León XIII
los expone así: «Las razones por las que el bienaventurado José debe ser
considerado especial Patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia
espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de
que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús (...). José, en su
momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada
Familia (...). Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado
José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la
familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la
Iglesia de Cristo»[44].
29. Este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no
sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como
aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de
reevangelización en aquellos «países y naciones, en los que —como he escrito en
la Exhortación Apostólica Post-Sinodal
Christifideles laici—
la religión y la vida cristiana fueron florecientes y» que «están ahora
sometidos a dura prueba»[45]. Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí
donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial
«poder desde lo alto» (cf. Lc 24, 49; Act 1, 8), don ciertamente del Espíritu
del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos.
30. Además de la certeza en su segura protección, la Iglesia confía también en
el ejemplo insigne de José; un ejemplo que supera los estados de vida
particulares y se propone a toda la Comunidad cristiana, cualesquiera que sean
las condiciones y las funciones de cada fiel.
Como se dice en la Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II
sobre la divina Revelación, la actitud fundamental de toda la Iglesia debe ser
de «religiosa escucha de la Palabra de Dios»[46], esto es, de disponibilidad absoluta
para servir fielmente a la voluntad salvífica de Dios revelada en Jesús. Ya al
inicio de la redención humana encontramos el modelo de obediencia —después del
de María— precisamente en José, el cual se distingue por la fiel ejecución de
los mandatos de Dios.
Pablo VI invitaba a invocar este patrocinio «como la Iglesia, en estos últimos
tiempos suele hacer; ante todo, para sí, en una espontánea reflexión teológica
sobre la relación de la acción divina con la acción humana, en la gran economía
de la redención, en la que la primera, la divina, es completamente suficiente,
pero la segunda, la humana, la nuestra, aunque no puede nada (cf. Jn 15,
5), nunca está dispensada de una humilde, pero condicional y ennoblecedora
colaboración. Además, la Iglesia lo invoca como protector con un profundo y
actualísimo deseo de hacer florecer su terrena existencia con genuinas virtudes
evangélicas, como resplandecen en san José»[47].
31. La Iglesia transforma estas exigencias en
oración. Y recordando que Dios ha confiado los primeros misterios de la
salvación de los hombres a la fiel custodia de San José, le pide que le conceda
colaborar fielmente en la obra de la salvación, que le dé un corazón puro, como
san José, que se entregó por entero a servir al Verbo Encarnado, y que «por el
ejemplo y la intercesión de san José, servidor fiel y obediente, vivamos siempre
consagrados en justicia y santidad»[48].
Hace ya cien años el Papa León XIII exhortaba al mundo católico a orar para
obtener la protección de san José, patrono de toda la Iglesia. La Carta
Encíclica
Quamquam pluries se refería a aquel «amor paterno» que José «profesaba
al niño Jesús»; a él, «próvido custodio de la Sagrada Familia» recomendaba la
«heredad que Jesucristo conquistó con su sangre». Desde entonces, la Iglesia
—como he recordado al comienzo— implora la protección de san José en virtud de
«aquel sagrado vínculo que lo une a la Inmaculada Virgen María», y le encomienda
todas sus preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia humana.
Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las mismas palabras de León XIII:
«Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios...
Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas
...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño
Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y
de toda adversidad»[49]. Aún hoy existen
suficientes motivos para encomendar a
todos los hombres a san José.
32. Deseo vivamente que el presente recuerdo de la figura de san José renueve
también en nosotros la intensidad de la oración que hace un siglo mi Predecesor
recomendó dirigirle. Esta plegaria y la misma figura de José adquieren una
renovada actualidad para la Iglesia de nuestro tiempo, en relación con el nuevo
Milenio cristiano.
El Concilio Vaticano II ha sensibilizado de nuevo a todos hacia «las grandes
cosas de Dios», hacia la «economía de la salvación» de la que José fue ministro
particular. Encomendándonos, por tanto, a la protección de aquel a quien Dios
mismo «confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes»[50]
aprendamos al mismo tiempo de él a servir a la «economía de la salvación». Que
san José sea para todos un maestro singular en el servir a la misión salvífica
de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y a cada uno: a los esposos y
a los padres, a quienes viven del trabajo de sus manos o de cualquier otro
trabajo, a las personas llamadas a la vida contemplativa, así como a las
llamadas al apostolado.
El varón justo, que llevaba consigo todo el patrimonio de la Antigua Alianza, ha
sido también introducido en el «comienzo» de la nueva y eterna Alianza en
Jesucristo. Que él nos indique el camino de esta Alianza salvífica, ya a las
puertas del próximo Milenio, durante el cual debe perdurar y desarrollarse
ulteriormente la «plenitud de los tiempos», que es propia del misterio inefable
de la encarnación del Verbo.
Que san José obtenga para la Iglesia y para el mundo, así como para cada uno de
nosotros, la bendición del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción
de la Virgen María, del año 1989, undécimo de mi Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
Notas
[1] Cf. S. Ireneo,
Adversus haereses, IV, 23, 1: S. Ch 100/2, 692-294.
[2] León XIII, Carta
Encícl.
Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): Leonis XIII P. M.
Acta, IX (1890), pp. 175-182.
[3] Sacr. Rituum
Congr., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): Pii IX P. M.
Acta, pars I, V, p. 282; Pío IX, Carta Apostól. Inclytum Patriarcham
(7 de julio de 1871): l. c., pp. 331-335.
[4] Cf. S. Juan
Crisóstomo, In Math. 5, 3: PG 57, 57 s.; Doctores de la Iglesia y
Sumos Pontífices, en base también a la identidad del nombre, han visto en José
de Egipto la figura de José de Nazaret, por haber simbolizado, en cierto modo,
la labor y la grandeza de custodio de los más preciosos tesoros de Dios Padre,
del Verbo Encarnado y de su Santísima Madre; cf., por ejemplo, S. Bernardo,
Super «Missus est», Hom. II, 16: S. Bernardi Opera, Ed. Cist., IV, 33
s.; León XIII, Carta Encícl.
Quamquam pluries (15 de agosto de 1889):
l.c., p. 179.
[10] Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum sobre la divina Revelación, 2.
[11] S. Congr. de
los Ritos, Decr. Novis hisce temporibus (13 de noviembre de 1962): AAS
54 (1962), p. 873.
[12] S. Agustín,
Sermo 51, 10, 16: PL 38, 342.
[13]
S. Agustín, De nuptiis et concupiscentia, I. 11, 12: PL 44, 421;
cf. De consensu evangelistarum, II, 1, 2: PL, 34, 1071; Contra
Faustum, III, 2: PL, 42, 214.
[14]
S. Agustín, De nuptiis et concupiscentia, I, 11, 43: PL, 44, 421;
cf. Contra Iulianum, V, 12, 46: PL, 44, 810.
[15]
S. Agustín, Contra Faustum, XXIII, 8; PL 42, 470 ss.; De
consensu evangelistarum, II, I, 3: PL 34, 1072; Sermo 51, 13,
21: PL, 38, 344 s.; S. Tomás, Summa Theol., III, q. 29, a. 2 in
conclus.
[17]
Pablo VI, Alocución al Movimiento «Equipes Notre-Dame (4 de mayo de
1970), n. 7: AAS 62 (1970), p. 431. Análoga exaltación de la Familia de
Nazaret como modelo absoluto de la comunidad familiar se halla, por ejemplo, en
León XIII, Carta Apost. Neminem fugit (14 de junio de 1892): Leonis
XIII P.M. Acta, XII (1892), pp. 149 s.; Benedicto XV, Motu Proprio Bonum
sane (25 de julio de 1920): AAS 12 (1920), pp. 313-317.
[21] S. Juan
Crisóstomo, In Matth. Hom. V, 3: PG 57, 57-58.
[22] Pablo VI,
Alocución (19 de marzo de 1966): Insegnamenti, IV (1966), p. 110.
[23] Cf. Missale
Romanum, Collecta: in «Sollemnitate S. Ioseph Sponsi B. M. V.».
[24] Cf. Ibid.,
Praefatio in «Sollemnitate S. Ioseph Sponsi B. M. V.».
[26] Pío XII,
Radiomensaje a los alumnos de las escuelas católicas de los Estados Unidos
de América (19 de febrero de 1958): AAS 50 (1958), P. 174.
[27] Orígenes,
Hom. XIII in Lucam, 7: S. Ch. 87, pp. 214 s.
[28] Orígenes,
Hom. X in Lucam, 6: S. Ch. 87, pp. 196 s.
[29] Cf. Missale
Romanum, Prex Eucharistica I.
[30] 30 Sacr.
Rituum Congr.., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): l.c.,
p. 282.
[31] Colletio
Missarum de Beata Maria Virgine, I, «Sancta Maria de Nazaret», Praefatio.
[35] Cf. Carta
Encícl.
Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 24: AAS 73, 1980, p.
638. Los Sumos Pontífices en tiempos recientes han presentado constantemente a
san José como «modelo» de los obreros y de los trabajadores; cf., por ejemplo,
León XIII, Carta Encícl.
Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): l.c.,
p. 180; Benedicto XV, Motu Proprio Bonum sane (25 de julio de 1920):
l.c., pp. 314-316; Pío XII Alocución (11 de marzo de 1945), 4: AAS
37 (1945), p. 72; Alocución (1º de mayo de 1955): AAS 47 (1955),
406; Juan XXIII, Radiomensaje ( 1º de mayo de 1960): AAS 52 ( 1960), p.
398.
[36] Pablo VI,
Alocución (19 de marzo de 1969): Insegnamenti, VII (1969), p. 1268.
[37] Ibid.:
l.c., p. 1267.
[38] Cf. S. Tomás,
Summa Theol., II-IIae. q. 82. a. 3, ad 2.
[39] Ibid.,
III, q. 8, a. 1, ad 1.
[40] Pío XII, Carta
Encícl.
Haurietis aquas (15 de mayo de 1956), III: AAS 48 (1956),
p. 329 s.
[41] Cf. S. Tomás,
Summa Theol., II-IIae, q. 182, a. 1. ad 3.
[42] Cf. Sacr.
Rituum Congr.., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): l.c.,
p. 283.
[43] Ibid.,
l.c., pp.282 s.
[47] Pablo VI,
Alocución (19 de marzo de 1969): Insegnamenti, VII (1969), p. 1269.
[48] Cf, Missale
Romanum, Collecta; Super oblata en «Sollemnitate S. Ioseph Sponsi B.
M. V.»; Post. comm. en «Missa votiva S. Ioseph».
[49] Cf. León XIII,
«Oratio ad Sanctum Iosephum», que aparece inmediatamente después del texto de la
Carta Encícl.
Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): Leonis , XIII
P. M. Acta, IX (1890), p. 183.
[50] Sacr. Rituum
Congr., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): PII IX, P.M.
Acta, pars I, V p. 282.
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