La ceniza nos recuerda la fragilidad y la fugacidad de la condición
humana. En el libro del Génesis se nos dice: “Porque del polvo hemos
sido hechos y al polvo hemos de volver”. El primer mensaje de las
cenizas es un llamado a la humildad. Humildad viene de “humus”, tierra.
Ser humilde es reconocer nuestra pequeñez delante de la grandeza de la
creación de Dios. Sin embargo, nuestro orgullo, nuestros sueños de
grandeza nos han llevado a sentirnos dueños y señores del mundo, a tal
punto que olvidamos que al hacer daño a la tierra nos hacemos daño a
nosotros mismos.
La humildad es una de las virtudes que Dios exige al ser humano, el
profeta Miqueas nos recuerda que las ofrendas que Dios prefiere son la
misericordia, la justicia y la humildad. Esta especie de trinidad de las
virtudes es también la trinidad de las acciones que nos pueden llevar a
nuestra salvación y a la salvación de nuestro mundo. Sin humildad no
podemos ver el tronco que está en nuestros ojos, ni podemos decirle al
hermano que tiene una astilla en los suyos. La humildad es el camino
para poder vernos tal y como somos, es una puerta abierta para reconocer
nuestros errores y comenzar de nuevo.
La ceniza nos recuerda la
necesidad del arrepentimiento. El profeta Daniel está en Babilonia, está
lejos de su tierra. Como buen judío, oraba al Señor tres veces al día.
En cierta ocasión, cuando leía al profeta Jeremías y recordaba como la
desobediencia de su pueblo Israel había causado una catástrofe en la
vida de la nación, dispersando a los judíos por todo el mundo y trayendo
la ruina sobre Jerusalén, Daniel sintió una gran carga por el pasado,
el presente y el futuro de su pueblo, y realizó ayuno, vistiéndose con
ropas ásperas y sentándose sobre la ceniza. Y oró a Dios diciendo:
“Señor, hemos pecado y cometido maldad, hemos hecho lo malo, hemos
vivido sin tomarte en cuenta, hemos abandonado tus mandamientos, no
hicimos caso a tus siervos los profetas y nos sentimos avergonzados;
pero de ti, Dios nuestro, es propio el ser compasivo y perdonar.
Atiende, Dios mío, y escucha; mira nuestra ruina y la de la ciudad donde
se invoca tu nombre. No te hacemos nuestras súplicas confiados en la
rectitud de nuestra vida, sino en tu gran compasión”.
En este tiempo de Cuaresma que
hoy comienza somos llamados a intensificar nuestra oración intercesora,
una oración que refleje, con toda sinceridad, no solo nuestras
preocupaciones individuales, sino nuestra preocupación por la vida de
nuestra familia, de nuestra iglesia, de nuestra nación y de nuestro
mundo. Interceder es comprometerse, es disponerse a ser parte de lo que
queremos que suceda. Para eso es necesario arrepentirnos de nuestros
pecados y pedirle a Dios que, en su misericordia, nos muestre el camino.
Finalmente, la ceniza es
también, contradictoriamente, señal de esperanza. La ceniza es el
residuo de donde hubo un fuego. Son los restos de algo que fue, son la
memoria de lo que existió. ¿Cuántas ciudades y civilizaciones antiguas
han sido redescubiertas a partir de unas pocas ruinas? ¿Cuántas iglesias
han experimentado grandes momentos de renovación a partir de la
recuperación de sus raíces y su memoria histórica? ¿En cuántos pueblos
hoy de América Latina, y de otras partes del mundo, resurgen, como el
ave Fénix de sus propias cenizas, los anhelos de libertad y de justicia?
Si las cenizas nos recuerdan
que fuimos tomados del polvo de la tierra y afirman la humildad como un
valor para la vida; si nos recuerdan la necesidad del arrepentimiento y
la conversión para reconstruir nuestras vidas, entonces las cenizas son
también un signo de esperanza. No hay posibilidad de futuro sin aprender
las lecciones del pasado. Este tiempo de Cuaresma comienza con las
cenizas, y esa pequeña señal de esperanza va creciendo hasta convertirse
en el fuego nuevo de la resurrección, en el nuevo sol que anuncia la
victoria de la vida sobre la muerte.
(Amós López, Cuba)
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